La Operación Río Negro: Capitulo Primero
Pablo Esteban Vargas
Ríos
PRÓLOGO
- Tengo que llegar hasta mi oficina… –repetía con insistencia para darse las fuerzas necesarias para lograr su objetivo. Sabía que era su única salvación–. Esto no puede estar sucediendo. No es posible que realmente me este pasando.
Aquel hombre de cincuenta y tres años sacó con desesperación la tarjeta que encontraba en la parte de afuera de su maletín, la introdujo en la cerradura de seguridad y se apresuró a activar el escaneo de identidad.
- Bienvenido –la dulce voz del simulador virtual de reconocimiento, patentado por el Instituto, le resultaba por primera vez desesperante al hombre que había diseñado el actual sistema de seguridad–. Por favor proceda a la identificación de retina.
- ¡Estúpida máquina del demonio! –refunfuñó mientras ponía su ojo en el identificador láser– tan solo abre la maldita puerta… ¡Por favor!… ¡Abre la maldita puerta!
- Verificación de datos completada –una luz verde parpadeo en la cerradura y un leve pitido dio la alerta– Bienvenido Dr. Kellerman. Que tenga un buen día.
La puerta metálica finalmente se abrió. Al instante y sin ninguna orden previa el sistema de corriente se activó y la oficina se llenó de luz. Kellerman corrió abatido hasta el final de su oficina y arremetió contra el cuadro que estaba sobre la pared. Con sus manos arrancó la pintura de la pared, esa que le había costado una fortuna a su esposa, hasta encontrarse con la caja de seguridad donde guardaba su más preciado secreto.
- No permitiré que puedan llegar hasta ella –el doctor sacó la llave maestra y digitó rápidamente la contraseña sobre el tablero–. Nadie la apartara de mí. ¡Nadie!
El cajoncillo secreto se abrió y Walter contempló con deleite su proyecto insignia. En una pequeña caja negra se encontraba su máxima creación. El trabajo de toda su vida.
- Entrégamela –dijo una voz muy cerca de él.
Un escalofrió llenó el cuerpo de director. “Está viva” pensó con terror. “No puede ser posible, yo la vi morir… ¡La vi morir!”. El pánico se apoderó de él. Kellerman permaneció inmóvil como una estatua frente a su bóveda. Lentamente movió su cabeza hacia atrás. Lo que sus ojos vieron detrás de él hizo que se le congelara la sangre. “Imposible” pensó. “Esto no puede estar sucediendo… yo la vi morir”.
1
30 de Septiembre, 7:20 am.
Ruta 76, Florencia.
En medio de la carretera setenta y seis que da a los Bosques del Monte Colorado, un viejo BMW de color negro recorre a gran velocidad la carretera rural del pueblo, levantando polvo y sobresaliendo en medio de la nada. A lo lejos, un viejo tren avanza como un gusano por el horizonte. El sol aún no ha salido del todo y el paraje es poco alentador. Una autopista que se extiende por el horizonte como un rollo de papel higiénico que acaba de ser pateado por el desierto. Nada de estructuras, casas o alguna señal de vida a miles de kilómetros a la redonda. Solo hierba montañosa, bosque enmarañado y mucho polvo.
- ¡Maldita sea! –exclamó con temor el hombre que acompañaba al sujeto que conducía a toda velocidad sobre la carretera setenta y seis–. ¿Por qué estamos haciendo esto? Tan solo es una chica. Nadie va a creerle.
El hombre que conducía el vehículo no cambio su semblante ante el comentario de su compañero. Su expresión era seria, sin emociones o sentimientos. Es un tipo bien parecido, amable, bien educado, muy bien vestido y a la moda. Del tipo de personas que se creen dueñas del mundo. El hombre que esta al volante tiene ese aspecto. Elegante, seguro de sí mismo, arrogante, y acostumbrado a hacer las cosas a su modo. Como si estuvieran por encima de cualquier institución gubernamental. Intocables. Sin escrúpulos.
Por eso lo que su acompañante dice le importa poco. Su compañero es un tipo fuerte de carácter, de contextura gruesa, cabello bien peinado y barba poblada, lo conoce de toda la vida. Se llama David Mills. “Es bueno, pero el matrimonio le ha ablandado. Razona más como un hombre de familia y eso no es bueno en este trabajo” piensa el hombre mientras aprieta con fuerza el volante y sigue de acuerdo al plan. Para Mills lo que estaban haciendo es algo completamente inaudito. Para él tan solo es un procedimiento de oficina. Su voz así lo reflejaba. Una frecuencia fuerte en un tono manejable. Una voz profunda. Cautivadora. Manipuladora. Mordaz.
- ¿Cuántos años en esto Mills? ¿Cinco? ¿Seis?
- Siete años.
- Siete años –dijo el repitiendo con ironía sus palabras–. Siete largos años que no te han enseñado que las ordenes se cumplen, no se cuestionan.
- Te juro que si hubiera sabido que terminaría haciendo cosas como estas, hubiera tomado el puesto de Fiscal de Distrito en lugar de unirme a la Compañía.
- Sigue hablando de esa manera Mills y tendré que pasar por la pena de incrustarte una bala en la cabeza –le dijo mirándole a través de sus lentes oscuros–. No se trata tan solo de una chica –explicó él–, dado los riesgos que corremos con este proyecto, cualquiera que sea una amenaza para la Compañía, para lo que estamos haciendo, es prescindible para nosotros –le expresó enfatizando sus últimas palabras y clavando la mirada en los ojos de su compañero–. Cualquiera.
Lentamente el automóvil disminuyó la velocidad endiablada que traía sobre la ruta, desviándose sobre un pequeño camino de tierra que se encontraba a su derecha. El vehículo avanzó un par de metros más y se introdujo a la izquierda, en una pequeña planada repleta de hierba alta, ahí lentamente retrocedieron un par de metros hasta llegar al final de la planicie, ubicada a unos pocos metros de la entrada y protegida por matorrales y grandes arbustos. Apagaron el motor y ambos bajaron del auto.
- Esta lindo aquí afuera –comentó el tipo que venía conduciendo mientras se acercaba a la parte trasera del vehículo–. Me gusta el olor del bosque en las mañanas.
Mills lo miró de reojo. Su compañero estaba tan tranquilo que no podía creerlo. Mientras él se moría de temor, su acompañante aparentaba haber hecho el “ejercicio práctico” miles de veces.
- Tengo un amigo que tiene un lugar detrás de estos bosques –continuó él con su charla mientras ambos se acercaban al maletero del auto–, viene a cazar por aquí en esta época del año.
- Vamos Donovan –dijo Mills aun visiblemente nervioso–, no tenemos que hacer esto.
El hombre le observó con cierto enojo a través de sus gafas. A pesar de que había servido durante mucho tiempo para la Compañía, no le gustaba cuando su compañero empezaba a titubear o cuando mencionaban su apellido verdadero. Pudo haberle matado solo por mencionar su apellido, pero prefirió hacer caso omiso de sus palabras. “Está nervioso” pensó. El hombre sacó las llaves de su bolsillo y las introdujo en la cajuela.
- Agente Brown –dijo mirándole fríamente–, te he dicho mil veces que por ninguna circunstancia menciones mi apellido, no existen ningún Donovan aquí ¿entiendes lo que te digo? –le preguntó mientras enseñaba el arma que traía debajo de su traje oscuro.
- Comprendo señor –respondió cabizbajo y temeroso.
- Ábrela – le ordenó a su compañero señalando la cajuela.
Nervioso, Mills se acercó a la cajuela y abrió la puerta.
- ¡Madre de Dios! –exclamó asustado al sentir un pie que le golpeaba fuertemente en el estomago, haciéndole perder el aire momentáneamente.
- Métela. Métela de nuevo –le ordenó su compañero sin perder la compostura.
Había una chica metida dentro del maletero del auto. Una hermosa joven, de unos veinte años aproximadamente. Estaba sumamente asustada, se le podía ver en sus ojos llenos de lágrimas. Llevaba un uniforme de laboratorio con el logo de la Corporación CBK, la mayor importante en su manga derecha. La joven estaba fuertemente amordazada. El hombre la tomó reciamente del cuello y le miró fríamente a los ojos.
- Ven aquí nena –indicó Donovan mientras la sacaba en sus brazos–, vamos que no hay tiempo que perder –la puso en el suelo y sin ningún cuidado la arrojo hacia su compañero–. Haz tu trabajo David. No olvides recoger los casquillos.
- Ella no significa nada –interpuso Mills–, nadie le creerá si habla.
Donovan le miró sin cambiar la expresión de su rostro. Mantuvo su silencio durante unos pocos segundos mientras contemplaba el asustado rostro de la chica. Era hermosa, pero estaba demasiado atemorizada. Como un conejo perdido en el bosque, sin saber a dónde ir.
- Con cien metros más o menos, estará bien –señaló Donovan–. Llévatela de aquí.
- No puedo creerlo.
- Hazlo.
Mills empujó a la chica por entre los arbustos y la condujo rápidamente hasta un lugar alejado de donde habían aparcado el auto. Ella se resistía con todas sus fuerzas e intentaba dejar salir algunas palabras pidiendo misericordia por su vida, pero la mordaza sobre sus labios le impedía el habla. La chica comenzó a llorar cada vez más fuerte. Mills sentía que el sentimiento le estaba asfixiando. La tomó de la cabeza y la arrojó al suelo.
- Lo siento –dijo mientras sacaba el arma que traía escondida en su traje. Un revolver antiguo de uso exclusivo para autoridades del gobierno.
Agarró con fuerza el cuello de la joven y apuntó con su arma sobre la cabeza de la chica.
- Realmente lo siento –dijo nervioso, casi llorando– tienes que creerme eso.
Mills tomó el revólver, lo presionó contra la frente de la chica. Quitó el seguro de su pistola y cerró los ojos.
- Perdóname señor…
El sonido de un tren irrumpió el disparo. A Mills le tomó por sorpresa.
- Maldición –exclamó.
La chica aprovechó la distracción del tren, y golpeó fuertemente a Mills en su rodilla izquierda haciéndole caer al suelo. La joven corrió desesperadamente a través del bosque sin saber que hacer o hacía donde ir. Mills tomó el arma con las dos manos y disparó dos veces. Falló.
- Demonios –gritó Donovan al escuchar los disparos y empezó a correr hacia ellos.
Mills observó como la chica corría desesperada hacia los arbustos, intentando perderse entre estos y tomar ventaja. Estaba a punto de escapar cuando Mills se posicionó y disparó de nuevo. La bala se incrustó en la pierna de la joven, haciéndole caer bruscamente. Mills corrió hacia ella. La joven comenzó arrastrarse desesperadamente. Estaba herida. No tardo mucho en acercarse a ella. La mordaza de su boca se había desprendido en la huida.
- ¡Por favor! –exclamó ella entre sollozos, volviendo su rostro contra su agresor en búsqueda de misericordia–. ¡Por favor! ¡No me mate! ¡Por favor! Estoy embarazada…
Fue como si le hubieran arrancado el alma. “Embarazada”. Las palabras retumbaron en su mente, mezclándose turbiamente en sus pensamientos. El peso del revolver se aferró a su mano, apuntando a la cabeza de la joven. Un extraño sentimiento embargó todo su interior. El rostro de la joven, su mirada quebrantada, hizo que sintiera como el pecho le subía y le bajaba agitadamente. Mills, desesperado y presa de la incertidumbre, quiso llorar amargamente. No sabía qué hacer. Quitó el seguro de la pistola. La chica le miró a los ojos.
- Por mi bebé –dijo suavemente sin apartar la mirada de su captor–, no me mate.
El arma se agitó temblorosa en las manos de Mills. El estallido de un disparo retumbo en el bosque. Mills sintió la sangre salpicar su rostro, justo antes de que la chica se desplomara de lado y cayese sin vida. Un segundo disparo sorprendió al agente. Inerte, Mills dejó caer el arma sobre el suelo cubierto de hojas. Se volvió y echó a andar, pero sólo logró dar unos pasos antes de hincarse de rodillas y sepultar su rostro entre la hierba. A pocos metros de él estaba Donovan, su compañero, con el arma apuntándole. La vista se le nublaba, mientras las palabras se atragantaban en un fallido intento de escapar de su boca.
- Maldita rata traicionera –exclamó entre lamentos. Estaba herido de muerte.
Donovan se quitó los anteojos, y apuntó directamente con su arma a la cabeza de su compañero.
- Lo siento David –dijo Donovan, observando cómo la mirada de su compañero se clavaba en sus ojos en búsqueda de respuestas, mientras este caminaba hasta su lado–. Esta operación es demasiado importante. No podemos correr más riesgos.
- Te atraparan –sentenció el hombre que yacía moribundo.
Su compañero sonrió.
- Descansa Mills –respondió Donovan sin remordimientos–. Nos encargaremos de cuidar de tu familia.
Un tercer disparo se escuchó en medio del desierto. Ya no había vuelta atrás. Florencia tenía sus horas contadas. La operación Río Negro estaba en marcha.
(Continuará)
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